domingo, 29 de marzo de 2009

MI EXPERIENCIA EN LA ENSEÑANZA

Cuando era un chaval (18 años), estuve de profesor en el Colegio Fray Luis de León, en Madrid. Me encomendaron la clase de primaria, con 60 alumnos matriculados. El principal objetivo era enseñarles a leer y escribir, pero de vez en cuando hacía más amena la clase dando nociones de geografía, historia, los números, etc…
Hace poco me llevé una alegría en un cóctel que se celebraba en la universidad ESIC, en Pozuelo de Alarcón. Estando con un grupo de amigos, se acercó una persona al grupo y poniendo su mano sobre mis espaldas comentó:
- Esta persona que veis aquí, fue la que me enseñó a leer y a escribir.
Me cayó de sorpresa que, después de haber transcurrido tanto tiempo, alguien me recordar momentos felices de mi juventud. Eso me hizo recordar algunos episodios.
En una ocasión, al comenzar la clase por la tarde, se acercó uno de los padres con su hijo y, mostrando cierta emoción, me dijo:
- ¡No sabe lo contento que estamos mi mujer y yo, con tener a nuestro hijo en el colegio! Estábamos en la comida y en una de las pausas se le ocurrió decir al chico: “Y la tierra tiene dos movimientos: uno de rotación, y otro de traslación”. ¡No puede imaginarse - me decía- el intercambio de miradas entre mi mujer y yo! Me hizo pensar en aquel momento lo que muchas veces hemos oído: “que los chicos son como cera blanda, que tienen un fuerte don de asimilación”.
Este detalle aumentó la fuerza en mi trabajo y me hizo prestar especial atención a esos niños, futuros hombres del mañana. Los años transcurridos en esta experiencia fueron muy positivos y salí del centro con verdadera vocación de educador. Sin embargo, la vida me llevó por otros caminos. En realidad, me quedé con pena de no seguir con esta labor.

sábado, 21 de marzo de 2009

LAS CIRCUNSTANCIAS SON LAS QUE MANDAN

Al entrar en el blog de Zamarat (http://zamarat.blogspot.com/) y leer “INESTABILIDAD”, de Juan José Millás, me ha venido el recuerdo de un acontecimiento que pasó ya hace algún tiempo.

Me encontraba por tierras de León y pasé por un pueblo que, como suele ocurrir, estaba dividido en dos por la carretera. Además, no había mucha anchura. Como buen cumplidor del código, reduje la velocidad según la indicación de tráfico. Era temprano, sobre las 9 de la mañana. En un abrir y cerrar de ojos, vi una gallina que cruzaba, se arrepintió o se asustó y en vez de seguir cruzando, quiso volver al sentido contrario. Podéis imaginaros lo que ocurrió: la dejé herida o muerta; no lo pude comprobar bien por el espejo retrovisor. Como si de una película se tratara vi de inmediato a la pareja de la guardia civil que me esperaba a la orilla de la carretera, con sus tricornios y bien enfundados en su capa. Uno, con la mano levantada, me hacía la señal de stop.
- ¡¡ Ay madre!! ¡¡Ya la he cagao!! - exclamé del susto y del imprevisto - ¿Qué digo yo ahora?
Le di al intermitente y paré cerca de ellos. Ellos quedaron al lado derecho del coche, por lo que mientras ellos se aproximaban, yo me desplacé un poco del volante para abrir la ventana contraria al conductor. Asomó la cabeza uno de los agentes, le saludé y dije a continuación;
- He reducido la velocidad nada más entrar en el pueblo y no he podido evitar el atropello de la gallina…
Y ya no me dejó hablar más y me dijo:
- Por favor, ¿nos puede acercar al pueblo siguiente?
- Sí, hombre, encantado – aunque por dentro todavía me duraba el susto.
Una vez sentados, me dispuse a salir a la carretera con mil ojos, procurando no cometer ninguna infracción.
Durante el trayecto, yo repetía, volviendo al tema de la gallina: ¡No he podido evitarlo!
El agente me contestó: ¡No se preocupe, las gallinas deberían estar en el corral, que es su sitio!
Esto me alivió y volví a tener la serenidad que antes tenía. Les acerqué hasta el pueblo próximo y tan amigos.
Está claro que hay ocasiones en las se suceden una serie de situaciones extrañas y, en ese caso, no queda más remedio que dejarse llevar porque las circunstancias, al fin y al cabo, son las que mandan, igual que en la historia de Millás.

viernes, 13 de marzo de 2009

"NON SCHOLAE, SED VITAE DISCIMUS" (No aprendemos de la escuela, sino de la vida)

A raíz de una entrada sobre el cine que leí en el blog de Kary http://muchokary.blogspot.com/, simpática bloguera de Novelda, me vino a la mente un recuerdo de cuando tenía 10 años y estaba en Melilla.
Cada quince días normalmente mi padre nos llevaba al cine más próximo que teníamos en el barrio. Éramos tres hermanos y una niña que, por aquel entonces, tenía muy pocos años. Sabíamos que nuestro padre disfrutaba un montón cuando nos llevaba al cine. Mi madre se quedaba en casa haciendo labores y cuidando de mi hermana pequeña.

Durante un tiempo, los domingos por la mañana proyectaron en el cine Monumental, que era el más importante por aquel entonces, la película “Blancanieves y los siete enanitos”. Algunas veces me vino la idea de ir a verla yo solo. Hasta que una vez no pude vencer la tentación y me decidí a ir. Me armé de valor; me creía ya todo un hombre. Así que un domingo, después de ir a la misa de la catequesis, anduve hasta el centro de la ciudad, unos cuatro kilómetros.
Es normal que a esa edad no se vaya de paseo, más bien se va de prisa o corriendo. Bajé la escalera del Tesorillo, fui paralelo a la vía del tren, pasé el Hogar de los Ancianos (conocido como “La gota de leche”) y en seguida ya estaba en el centro.
Me puse en la cola para sacar la entrada, que costaba 6o céntimos. La película me gustó, y más por la hazaña que había hecho para verla.
Salí de la sala camino a casa, dándole vueltas a la cabeza pensando cómo iba a responder en el caso de ser interrogado por mis padres: “Les diré que estuve en la calle de abajo, jugando con los compañeros”.
No se me ocurrió otra cosa. Nos sentamos a la mesa para comer y no tardó mucho en oírse la frase;
- ¿Dónde has estado?
Me dio un escalofrío y tardé unos segundos en hablar.
- He estado en la calle de….
No pude terminar la frase, porque mi madre me cortó diciéndome:
- ¡¡Dime la verdad!!
Pasé unos momentos de silencio y no tuve el valor de mentir. Nunca lo he tenido.
- ¡En el cine! – contesté.
Mi padre y mi madre se quedaron mirándose el uno al otro y exclamaron a la vez:
- ¡¡Al cine!!
-¿Con quien has ido? – me preguntó mi madre.
- ¡Solo!
- ¿Cómo que solo? - dijo mi padre levantándose de la mesa y haciendo ademán de sacarse el cinturón.
Mi madre saltó rápida del asiento, diciéndole:
- ¡Déjalo, José! ¿No ves que tu hijo está diciendo la verdad? ¡No debes castigarle!
Se me saltaron las lágrimas al ver la incipiente pelea entre mis padres y porque me sentía culpable por mi mala conducta. Al final, nos tranquilizamos todos y empezamos a comer en un silencio un tanto incómodo.
Ese día aprendí una buena lección difícil de olvidar y es que ahora de mayor, pienso en la verdad de esta sentencia latina: “Non scholae, sed vitae discimus”.


Fachada del cine Monumental de Melilla

jueves, 5 de marzo de 2009

¡¡FUEGO, FUEGO!!

Hace mucho tiempo, tuve que ir en coche de Madrid a Asturias. Por aquellas fechas, el túnel que hoy existe estaba en construcción. Todo el tráfico forzosamente debía de pasar por el puerto Pajares. Al ir es más fácil, ya que uno va subiendo sin apenas darse cuenta a una altura de 1.379 metros. Estaba nevado pero no lo suficiente para que se viera todo blanco. Me quedé extasiado viendo el paisaje: todo un espectáculo de colorido y vida. Existe un fuerte contraste en la vegetación entre la vertiente leonesa y la asturiana.
Cuando acabé la subida, hice un alto en el camino. Después de tomar un cafelito en el Parador, retomé la carretera: comenzaba el descenso. Cuando observé en una de las indicaciones que había un 15% de descenso, me armé de precaución por la cuenta que me traía. Se notaba ostensiblemente el cambio de temperatura. Era un día tristón, con algo de niebla. No puedo olvidar las hermosas vistas de las que estaba gozando.
Llegué a Piedras Blancas y allí necesariamente tuve que repostar. Llevaba un Citröen 2cv. Hice todos los trámites, aproveché para revisar la presión de los neumáticos, el nivel del aceite y … ¡En marcha!
Entré en la plaza de Muros del Nalón, lugar de destino. Cuando paré el vehículo, desde el interior vi que salía humo del motor. Salí rápido, levanté el capot y…¡Horror!
Se veía una llamarada de fuego que me cortaba la respiración. El coche lo había aparcado próximo a una vivienda de la plaza. La puerta estaba abierta, entré con la rapidez que requería el caso exclamando: “¡Agua! ¡Agua!”. Asustada, la dueña al instante me sacó un cubo de metal con agua. Salí disparado hacia el coche con el cubo y desde la acera de enfrente oí una voz que me decía: “¡Nooooooo!”.
Yo, sin ninguna contemplación y sin hacer caso a lo que oía, vertí el agua
en el motor y al instante se apagó la llama.
¿Qué ocurrió?
Los vehículos 2cv, gastaban más aceite del debido, por lo que en previsión había que llevar una lata de aceite de repuesto. La lata, juntamente con el trapo, iba dentro del motor. En la gasolinera no había dejado el trapo lo suficientemente sujeto, de tal forma que en el trayecto se cayó a los manguitos y la tela, con el roce, originó la llamarada.
El susto fue muy grande. Tenía razón “el paisano” que me indicaba que no lo hiciera, porque en estos casos, había que sofocar el fuego con una manta o algo similar ya que con agua se expande más el fuego.

Ese día tuve mucha suerte. Alguien de Arriba me tuvo que proteger.