Las manos, juntamente con la cara, son las partes más importantes de nuestra vida corporal. Son el principal órgano con el que manipulamos; son capaces de desempeñar muchas funciones: tocar, sentir, acariciar... Son una parte vital porque definen quiénes somos y cómo nos vemos a nosotros mismos. Las manos hablan, tienen un lenguaje propio, su lengua es universal y no me refiero a las personas que por su enfermedad emplean el lenguaje de los signos.
No nos damos cuenta del valor de las manos hasta que hemos sufrido una enfermedad o hemos tenido un accidente.
No nos damos cuenta del valor de las manos hasta que hemos sufrido una enfermedad o hemos tenido un accidente.
Si, sentados, ponemos las manos hacia arriba apoyadas en las rodillas y reflexionamos sobre ellas, puede que nos quedemos sorprendidos de lo que han hecho o de lo bueno que han dejado de hacer.
Las manos pueden sembrar…
Las manos pueden echar redes…
Las manos puede atender a los demás…
Las manos pueden orar…
Las manos pueden perdonar…
Al final de nuestra trayectoria deberíamos vernos satisfechos de haber hecho un buen trabajo presentándonos con las manos llenas de buenas obras.
Las manos pueden sembrar…
Las manos pueden echar redes…
Las manos puede atender a los demás…
Las manos pueden orar…
Las manos pueden perdonar…
Al final de nuestra trayectoria deberíamos vernos satisfechos de haber hecho un buen trabajo presentándonos con las manos llenas de buenas obras.
“Quien siembra escasamente, cogerá escasamente y quien siembra a manos llenas, a manos llenas cogerá” (2ª Carta a los Corintios 9:6)