Hoy, hablaré de la mía: Isabel, nacida en Fondón (Almería), su pueblo. Una persona respetuosa, atenta, distinguida por su conducta y sus atenciones.
En la vida hay cuatro categorías de personas: excelentes, muy buenas, buenas y del montón. Mi abuela perteneció a la categoría de las excelentes; era una santa. No le importaba la distancia que hubiera desde su casa a la parroquia para que todos los días se comprometiera a participar en la Eucaristía, de donde sacaba fuerzas para vivir el día a día y alegrando a su vez a todos los que la rodeaban. Ya su propio nombre, de origen hebreo, lo indica: consagrada a Dios, que ama a Dios.
Tuvo cuatro hijos: Isabel, Gabriel, Francisco y Antonio.
Corrían malos tiempos y ella pensó que desplazándose a Melilla, que era una Plaza Militar, tendría más posibilidades para encontrar trabajo.
Isabel, mi madre, crió a cinco hijos y además tuvo una mercería.
Gabriel hizo oposiciones y se colocó en el Instituto Nacional de Previsión.
Gabriel hizo oposiciones y se colocó en el Instituto Nacional de Previsión.
Antonio se fue al seminario de Puente la Reina (Navarra) y, pasado el tiempo, se ordenó sacerdote en Valencia.
Francisco murió en Madrid durante la Guerra Civil. Mi abuela siguió percibiendo el subsidio seis meses después de haber muerto pero no se lo quedó: lo ingresó en una cuenta para que sirviese para otros combatientes.
En sus últimos años le vino una trombosis que le afectó a la parte derecha de su cuerpo, exceptuando la cabeza. En su invalidez, tuvo la fuerza de voluntad de aprender a escribir con la mano izquierda y de esta forma todos los meses se ponía en contacto con su hijo sacerdote.
Con todo se conformaba. Con frecuencia repetía una jaculatoria. ¡Dios mío hágase tu santa voluntad!¡El Señor me ha enviado esta enfermedad, bendito Sea!
Con todo se conformaba. Con frecuencia repetía una jaculatoria. ¡Dios mío hágase tu santa voluntad!¡El Señor me ha enviado esta enfermedad, bendito Sea!