A los que ya somos mayores y  tenemos cierto tiempo recorrido nos ha tocado vivir sin poder gozar plenamente del crecimiento de nuestros hijos. Estoy pensado en mi caso pero me imagino que a otros les habrá ocurrido igual o parecido.
Tenía que ir  trabajar a 40 kilómetros, en Gráficas Dehón, y para ello me levantaba a las 5:45 con la idea de  evitar el tráfico matutino. Tomaba la  M-30 y era el primero en “abrir” la autovía. Observaba, por el espejo retrovisor, que los demás  me seguían. Obligatoriamente debía comer en un  restaurante y regresar a las 8 de la tarde.  A mi hija apenas la veía porque, cuando yo llegaba, ella ya estaba  descansando o preparándose para ello. Solamente tenía libre los sábados, domingos y fiestas.
Ahora con  mi nieto, que tiene dos años y medio, es muy diferente.
Lo veo crecer, oigo pronunciar sus primeras  palabras y frases. Sentado en mis rodillas, le pongo dibujos en el ordenador. Lo abrazo, le canto, lo saco de paseo, lo columpio (que le  encanta)... Esto es otra cosa. No sabía que un ser tan pequeño iba a dar tanta satisfacción.
También he de aceptar las travesuras e ideas propias de su edad, que crecen a medida que pasan los meses. Abre puertas, enciende luces, juega al escondite... Examina los juguetes y, si ve unas cosa  floja en él, la  arranca... Se revuelca  en el sofá, juega con los cojines... En fin: un torbellino que se apodera de la tranquilidad de los que le rodean pero que nos llena de felicidad. 
Todos estamos matriculados en la escuela de la vida, donde el maestro es el tiempo y nosotros ya estamos matriculados en el último curso.  (María de  Villota)

