
Un día, iba conduciendo por una carretera comarcal y me encontré con un atasco. No sé si por buena o mala fortuna, me tocó ir detrás de un camión cargado de troncos de árboles. Los atascos generalmente nunca son de buen gusto pero en este caso lo agradecí puesto que me sirvió para reflexionar sobre lo que estaba viendo.
Los árboles siempre han estado junto al ser humano: árboles frutales, árboles de decoración para jardines, árboles en la naturaleza… Todos son esenciales en la vida de nuestro planeta. Dan una sombra muy apetecible en los meses de calor, humedecen el ambiente, refrescan el aire, producen oxígeno que todos necesitamos...
Me imaginé esos troncos en su plenitud, corriendo la sabia por su interior, gozando del aire, la lluvia, el sol, los pájaros que anidan en sus ramas, la sombra que proyectan a los transeúntes… Pero había llegado el día fatídico: con un ruido infernal, la guadaña mecánica manipulada por el hombre, había truncado la vida del frondoso vegetal, que ya nunca más daría sombra, ni pájaro alguno podría anidar en el.
Y me pregunté: ¿Qué destino les deparará? ¿Qué harán con ellos?
Tal vez artesonado, puertas, ventanas, sillas, mesas, tarimas… Seguirán siendo de gran utilidad para el hombre pero no tendrán vida. La vida es una muerte que viene.
En medio de este largo interrogante vi el camino libre, hice el adelantamiento, pisé el acelerador y me incorporé a la autovía pero no olvidé todos estos pensamientos.
“Convertid un árbol en leña y podrá arder para vosotros:
pero ya no producirá flores ni frutos”
(R. Tagore)