Cuando era pequeño, formamos una pandilla de amigos de nuestra edad y, dependiendo de la estación del año, jugábamos a distintos juegos: a la pelota, a las canicas, a las chapas, al trompo, etc..
Otra pandilla distinta a la nuestra la componían los mozos del barrio (más mayores que nosotros) que vivían en la misma calle: entre ellos estaba Emilio “El Moro” (antes de subir a las tablas) y sus hermanos.
Cuando hacía aire, los mozos sacaban su cometas, cada uno de distintos modelos: en forma de estrella, de sol, de barco, de bacalao, etc…, y apostaban por aquella que lograra ir más lejos. A más hilo, más distancia alcanzaba.
Disfrutábamos cuando nos decían:
- ¡A ver! ¿Quién quiere enviar una carta?
- ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!
Es normal que, al juntarnos varios, todos queríamos ser los primeros. El juego consistía en tener un papel tamaño seis por seis, aproximadamente, hacerle un agujero en el medio, introducirlo en el hilo y el mismo aire se encargaba de subirlo poco a poco hasta llegar a los tirantes de la cometa.
No se podía abusar de los envíos, porque al llegar a dichos tirantes, podrían descompensar la estabilidad de la cometa. Era muy emocionante.
Para nosotros, los mozos fueron unos profesores, de tal forma que aprendimos a realizar nuestro propio juguete.
A mi padre en cierta ocasión le pedí que me comprara un ovillo de hilo para la cometa. Un día, cuando menos lo esperaba, al despertarme noté algo raro debajo de la almohada, metí la mano y ¡oh, sorpresa!: me encontré con el ovillo. Di un salto, salí corriendo y, con lágrimas de emoción, abracé a mi padre.
Son recuerdos que, a pesar del tiempo transcurrido, no se pueden olvidar.
Y es que en la vida, los pequeños detalles se convierten en los momentos más felices.
Otra pandilla distinta a la nuestra la componían los mozos del barrio (más mayores que nosotros) que vivían en la misma calle: entre ellos estaba Emilio “El Moro” (antes de subir a las tablas) y sus hermanos.
Cuando hacía aire, los mozos sacaban su cometas, cada uno de distintos modelos: en forma de estrella, de sol, de barco, de bacalao, etc…, y apostaban por aquella que lograra ir más lejos. A más hilo, más distancia alcanzaba.
Disfrutábamos cuando nos decían:
- ¡A ver! ¿Quién quiere enviar una carta?
- ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!
Es normal que, al juntarnos varios, todos queríamos ser los primeros. El juego consistía en tener un papel tamaño seis por seis, aproximadamente, hacerle un agujero en el medio, introducirlo en el hilo y el mismo aire se encargaba de subirlo poco a poco hasta llegar a los tirantes de la cometa.
No se podía abusar de los envíos, porque al llegar a dichos tirantes, podrían descompensar la estabilidad de la cometa. Era muy emocionante.
Para nosotros, los mozos fueron unos profesores, de tal forma que aprendimos a realizar nuestro propio juguete.
A mi padre en cierta ocasión le pedí que me comprara un ovillo de hilo para la cometa. Un día, cuando menos lo esperaba, al despertarme noté algo raro debajo de la almohada, metí la mano y ¡oh, sorpresa!: me encontré con el ovillo. Di un salto, salí corriendo y, con lágrimas de emoción, abracé a mi padre.
Son recuerdos que, a pesar del tiempo transcurrido, no se pueden olvidar.
Y es que en la vida, los pequeños detalles se convierten en los momentos más felices.
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